martes, 10 de noviembre de 2015

ÁFRICA II: PROSPER: VIVIR TEMIENDO EL PASADO

La historia de un refugiado que ni siquiera es refugiado

    "No puedo volver. No tengo sitio para ir. Es demasiado peligroso".

     Con voz un tanto sorda pero firme es lo que me contesta Prosper cuando le pregunto si no echa de menos su país. En él dejó familia y el rastro de más de cuarenta años vividos. Eso ya no le pertenece, le guste o no (creo que ni se lo plantea para evitar el dolor) sabe que no va a volver. 

     Para alguien como yo, acostumbrada a la paz, que no conoce imágenes de guerra y sin una vida cogida con alfileres, esta historia es un titular. No por novedosa, sino por lo que significa; una vida rasgada y hecha trizas. Sus restos, tirados al aire, han caído cada uno en un lugar. 

     Si algo me queda claro nada más conocerle es que Prosper ya está acostumbrado a refugiarse, a huir y a vivir sin recordar. Porque cuando le pregunto si puede contarme su vida, si le puedo grabar, respira hondo y tarda más de un minuto en contestar. No sé por qué lo hace, pero rebusca en su mente y sin levantar la mirada, saca las primeras frases. 

     Era profesor de matemáticas en la Universidad de Goma, en Kivu Norte, República Democrática del Congo. Una zona donde distintas guerrillas camparon a sus anchas durante años. Prosper lo vio. Rebeldes que además de a la población civil se llevaron el futuro de los niños por delante. Reclutaban a todos los que podían para, arma en mano, enseñarles a matar. 

       Por aquel entonces, Prosper enseñaba a los chicos de su aula justo lo contrario, números y fórmulas que aplicar a la vida. Y junto a unos compañeros se manifestó en contra de los niños soldado. "Me secuestraron", dice. Asegura que le maltrataron y, a juzgar por la intensidad de sus ojos cuando lo cuenta, dice verdad. 

      Estuvo dos días retenido, con los ojos tapados. Pero precisamente fue la causa de su secuestro lo que le salvó. En el grupo que le custodiaba alguien se le acercó, seguramente a escondidas. Era uno de sus ex alumnos. Uno de los jóvenes por los que Prosper arriesgó su vida. 

     "Él me ayudó a escapar", sigue contando. "Me llevó hasta Bunanga, en la frontera con Ruanda. Estuvimos andando dos días y llegué en muy malas condiciones". Y con un tono de voz cada vez más bajo prosigue. "También me ayudó a cruzar la frontera, me dio dinero y se marchó".

     El paso por Ruanda parece haber volado de su memoria porque directamente me explica qué hace ahora, donde yo le encuentro, siete años después. 

    Vive en una ciudad ugandesa, no importa cuál. Acogido por unas monjas congoleñas, que le dan cobijo y comida a cambio de ayudarles en tareas de la casa. "Les abro el portón del patio si viene alguien, hago de guarda o de vigilante". Poco después, yo compruebo cómo se sienta pacientemente a contar y separar las hojas de papel con las que las monjas preparan cuadernillos escolares. 

     En otro momento, tras la charla, le pido que me enseñe su habitación, si es que aquí en Europa nos atreveríamos a ponerle ese nombre. Un cubículo de dos metros por uno, en el que cabe un colchón, dos estantes a los pies y un par de clavos para una mosquitera. Noto que me sonrojo, apago la cámara. No puedo grabarlo y siento un enfado creciente. 

      Es Prosper quien me saca de mi ebullición y mi vergüenza. "Estoy bien aquí, me cuidan y me siento seguro", asegura. Con esta frase me hace aterrizar en la realidad africana de nuevo. Aquí, en sus circunstancias y con su historia, esto es más de lo que él hubiera imaginado. Y así hay que valorarlo. Como todo en esta tierra, hay que mirarlo sin prisas y con lentes de color si uno quiere entenderlo. 

       Ni siquiera es un refugiado oficial, aunque vive como si lo fuera. Temiendo que su pasado vuelva a por él. "Sigue habiendo grupos armados que han matado a gente que yo conocía. Hay una situación de nerviosismo, se pueden extender sospechas de que eres un rebelde. Pueden creer que vienes a espiar, a recoger información para le otro bando". 

      Hay quien me explica, días después, que Prosper pudo haberse comprometido demasiado con algún grupo. Él no quiere hablar de eso. Y a mí me da igual. Porque es su destino, su falta de horizonte y su mirada triste lo que merece mi atención y mi tiempo. Y también mis letras. 

     Prosper ha asumido su suerte en la sombra y agradece la vida, la mala vida según los parámetros europeos, que lleva al otro lado de la frontera. Y yo tengo que hacer un esfuerzo para alegrarme por él. Una frontera que muchos atraviesan a andando o en bici pero que él no tiene forma humana de volver a cruzar. 

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