lunes, 27 de junio de 2016

MUJERES PRESAS II: FÁTIMA, ATRAPADA EN LA VERGÜENZA


Fátima en el piso donde pasa el día

 EN LA CÁRCEL POR TRÁFICO DE DROGAS

"Esto nunca pasó, es lo que me gustaría pensar"

    Come despacio. En el plato, pescado con patatas hecho al vapor y aderezado con jengibre, cilantro y perejil. Eso le recuerda a su país. Fátima es marroquí. Tiene 53 años y lleva más de 25 en España. Los dos últimos son una pesadilla que querría borrar de su memoria. Ha estado en prisión.

   Cuenta su historia también despacio y a ratos las palabras quedan recogidas en su mirada silenciosa; hemos tocado un tema delicado. Cuando eso ocurre baja la mirada, no quiere seguir hablando, no quiere recordar.

   Ha estado año y medio sin salir. Desde el pasado enero está en régimen de tercer grado, duerme en el Centro de Inserción Social (CIS) y durante el día es libre. Trabaja en el CIS de camarera por las mañanas; 160 euro al mes. Come y pasa la tarde en el piso de la Asociación de Colaboradores con las Mujeres Presas (ACOPE), que le ayuda en la inserción. Y allí cocina.
Fátima acaricia su pasaporte

    “Ya solo quiero salud,  no quiero nada más…nada más”. Sus palabras se desprenden, pesadas, de un rostro apagado. Es guapa, de rasgos suaves y gesto amable. Tranquilo.

     “No le he dicho a nadie donde he estado todo este tiempo”, me cuenta.

 “¿Por qué, Fátima?”, le pregunto con cautela.

   “En mi país tengo un hermano, mi cuñada y sobrinosmi madre murió”, sigue, “pero no…mejor no”,  concluye.

   Deduzco, y con monosílabos me confirma, que sería una vergüenza familiar. Ella se siente culpable y no quiere cargar a su familia con ese lastre social. No me lo cuenta pero sé que la policía la detuvo en el aeropuerto de Madrid con droga en el equipaje. “Me engañaron”, me dice, “ella me engañó”. Y vuelve a bajar la mirada.

     La mayoría  de las mujeres detenidas por tráfico de drogas cometen el delito por dinero. Fátima también. Y la mayoría se quedan solas una vez condenadas. Fátima también.
    Su pareja desde hacía 6 años, un hombre sirio, se avergonzó de ella. Nunca la visitó ni la llamó por teléfono. Ahora, justo al salir, Fátima se ha enterado de que él ha vuelto con su mujer. Esto introduce más pena en su cuerpo. Tampoco quiere hablar de eso.

    “Bueno, ahora cuando te den la libertad condicional puedes iniciar una nueva vida”, trato de animarla.
     Niega, rotunda, con la cabeza. “No he tenido suerte en nada”, masculla, “no puedo volver a mi país, me he acostumbrado a la gente de Madrid. No  quiero nada más que encontrar un trabajo y ya”.

    Pero tampoco eso es fácil. Ha estado enferma, tiene dolores y se siente mal. Está pasando, como la mayoría de mujeres presas una vez que salen de la cárcel, una pequeña depresión.

    “Allí hacía aerobic, me ayudaba mucho a sentirme bien”, cuenta con un destello de brillo, “pero ahora no me puedo pagar unas clases  y estoy empeorando”, termina ya apagada-
   “¿Sabes que hay DVDs de aerobic, Fátima?”, trato de animarla. “Yo tengo uno y puedo traértelo al piso”.
    “¿Sí?, ¿me lo traerías?”, se precipita a contestarme con una sonrisa hasta ahora desconocida.  Y me doy cuenta de que tan sólo con esta posibilidad, ella misma da una vuelta de llave a la cerradura de su celda.

Vista desde el piso de Fátima
    Está en bata y sin peinar. Y no le importa salir así en la foto. Pero esta pequeña esperanza le anima a arreglarse. Se pone su pañuelo y una chaqueta de lana. Le ofrezco mi brillo de labios y lo acepta desenvuelta. 

     La foto va a ser de espaldas, no quiere que salga su rostro. Le da vergüenza que la reconozcan. Pero da igual, porque es lo que no se ve en una simple foto lo que se le ha removido hace tan sólo cinco minutos. La esperanza de mejorar.
 
    Salimos a la terraza, a la vista de un horizonte urbano, sin encanto, pero también sin límites. Se remueve ella y me remuevo yo. 

    Me doy cuenta de lo presa que, estando en semilibertad, se siente de su propia vergüenza. De lo que un fallo, en este caso puntual, puede llegar a lastrar la vida. De que la libertad no la da un juez, sino uno mismo.  Y de lo importante que es la compañía para reconstruir la autoestima, pasaporte indispensable para VIVIR.

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