domingo, 20 de marzo de 2016

ÁFRICA IX: PESCADORES POBRES, ATRACCIÓN TURÍSTICA

Dos pescadores en el Lago George

Once pueblos de pescadores muy pobres viven en el parque natural más importante de Uganda
          
     Viven, o malviven, de la pesca en el lago.  Poseen cabras y vacas africanas que forman la base de su alimentación. La de cerca de 5.000 pescadores que habitan en once poblados distintos dentro del Parque Natural Queen Elizabeth, el más iimportante de Uganda y uno de los ecosistemas más completos de África. 
   
     Está situado al sur de la montaña de Rwenzori, en el corazón del continente y es la perla turística del país. Dos mil kilómetros cuadrados de bosque y sabana con una naturaleza impresionante. Distintos lagos salados; varios pequeños y dos grandes, el Lago George y el Lago Edward, unidos entre sí por el Canal Zazinga, una senda acuática de 40 km de largo. A su orilla acuden muchos de sus habitantes a refrescarse al atardecer. Allí campan 15 mil búfalos, 3 mil elefantes y 5 mil hipopótamos. 600 especies distintas de aves, 10 tipos de primates y por supuesto los leones.  Entrar cuesta unos 100 euros si eres extranjero, 20 si eres local.  
   Cuando uno viaja al país y hace escala en un aeropuerto europeo entre rostros de color aparecen enseguida los pantalones de safari, las botas de montaña y en algunos casos el sombrero de tela a bien colocado. El destino del turista está claro.

Pescado en la "lonja"
      Y cuando ya en el terreno, tras la pista de los leones, uno atraviesa en coche el punto del Ecuador y entra en el parque no se imagina que la visita, guiada por la afable Petra, incluirá algo más impactante que acercarse al rey la selva. Poblados de cabañas de barro y paja,  en los que la plaza del pueblo se sustituye por un símil de lonja; un suelo y un techo de cemento sujetados con cuatro postes. 

    Allí se reunen a cualquier hora ancianos, adultos y niños vestidos con ropas raídas. Se intercambian telas por pescado, se juega, se limpian las redes y se charla mientras un ave tropical de más de metro y medio, con larguísimas patas y pico amarillo, pasea elegante alrededor de todo el mundo. 
    
      El escenario es colorido y el entorno, exhuberante. Pero los rostros son más bien de recelo; no les gusta ser objeto de atracción turística. 


Telas en la "lonja"
    Los jeeps paran, saltan los flashes y rápido arrancan de nuevo. Nosotros nos quedamos más de lo habitual, Yo también quiero hacer fotos, pero el pudor me impide disparar hasta haberme acercado a un par de pescadores y haberme interesado por su trabajo. 

   
Dos niños se acercan rápidamente y me enseñan un pez grande que todavía se menea con frenesí en un cubo blanco. Y tras ellos dos señoras vinien a enseñarme unas telas. No me quieren vender ni el pescado ni los ropajes. Tan sólo enseñármelo. 

     Los niños se sorprenden con mi cámara, con su pantalla digital, con su objetivo más que discreto comparado con lo que pasa por allí a diario. Y yo me sorprendo al darme cuenta de que pocos turistas deben de emplear tiempo en acercarse a ellos. Acostumbrados a fotografiar animales a distancia, desde el jeep, es probable que con ellos hagan lo mismo. 
Los niñoscon la cámara

     La propiedad del parque les da un 20% de los ingresos del parque. Con ello costean un colegio por poblado, donde todas las edades aprenden mezcladas, un puesto de salud, el generador común y una única toma de agua. Y si acaso les da para pagar el transporte del pescado que venden a los pueblos del exterior. 

      A cambio, tienen que arreglar continuamente las vallas metálicas que en algunos puntos pone el parque para que los leones y otros carnívoros no se coman las vacas y las cabras que abastecen el poblado. Y resistir las miradas indiscretas, y en muchos casos indiferentes, de cientos de turistas cada día. Cuentan, que son algunos habitantes de estos poblados los que a veces envenan leones para salvaguardar su comida y su independencia. Un aislamiento que, sin embargo, es el que les impide desarrollarse.

       Al marcharnos, uno de los niños se me agarra a la mano y me acompaña hasta la puerta del coche. Creo que quiere jugar con la cámara y se la dejo tocar una vez más. Pero no, quiere mi mano, y con ella, supongo, un puente a otro lugar. 

      Se llamaba Neihe, o algo parecido, tendría 10 años y una mirada avispada. No sé si se habría ido con cualquiera, ni si hacía aquello con todos los turistas que le dedicaban algo más de atención. Pero creo que sí se dio cuenta de que a turista número 106 de ese día (así lo ponía en mi papel de entrada al parque) sintió curiosidad, pudor, interés, ternura y solidaridad. Todo mezclado. Alegría y pena. E intuyo que le debió gustar más que ser protagonista de cientos de postales impersonales.

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