jueves, 7 de abril de 2016

ÁFRICA X: AL MENOS UNOS ZAPATOS

Los zapatos de Kambale

   Un pantalón rasgado y  unas chanclas rotas; una suerte para Kambale


  Esta foto me trae una sonrisa a la boca. Y no sólo a mis labios, también a mi mente. Lo contrario de lo que uno se imagina al verla. Por eso quiero contar su historia. Porque quien es capaz de convertir la miseria y la escasez en ilusión y esperanza, merece mi tiempo y mi memoria.

   Un niño. En una carretera a  las afueras de la capital de un país africano (podría decir cuál es, pero da igual, adivino que podría ser casi cualquiera). Está tranquilo con dos amigos, los tres sentados sobre un tronco. Miran en silencio lo que transita a su alrededor. Es día de diario; coches, motos, bicicletas y mujeres cargadas pasan delante de sus ojos. Se les nota habituados a tanto trasiego, porque su rictus no  se altera.

     Tampoco su gesto cambia cuando me acerco. Soy distinta, es evidente, y me miran con curiosidad, Pero no les intereso demasiado, ni mi cámara tampoco ( atracción segura de todos los niños que he visto hasta el momento). Siguen serios con los ojos bien abiertos.

      "Hola, ¿qué tal?", les pregunto  en suahili (y con eso agoto todo mi vocabulario en la que supongo su lengua).

      No hay respuesta. Siguen serios.

      "¿Me ayudáis a sacar un foto?", les digo en inglés, lengua cooficial en el país.

Los amigos de Kambale 
   De repente, uno de ellos, sale corriendo y desaparece entre unas chabolas. Los otros dos permanecen sentados en el tronco. Les repito mi pregunta y el más pequeño, con pantalones rojos, levanta la mirada del suelo y se gira hacia el mismo lado que su amigo, es decir, hacia mí. Me alejo un poco y saco una foto. No hay sonrisa. Me vuelvo a acercar y se la enseño. Se miran y sin pronunciar palabra vuelven a sus cosas. Tampoco  me dicen que me vaya, al contrario, se separan un poco para que me siente. Pero no hay más sonido que el que hace el palo con el que uno de ellos dibuja en la tierra.

  Antes de que yo pueda decir nada, el tercer niño vuelve corriendo. Se ha cambiado de pantalones cortos por unos largos, y también se ha puesto algo en sus pies.

    "Foto", me grita en inglés mientras viene. Sus amigos, ahora si, se ríen, Yo también y  me levanto para enfocarle de cuerpo entero. Enseguida me corrige....

       "No, no", me dice. Y como sabe que no entiendo qué está pasando me coge de la mano y me acerca a él. Me señala sus pies y coloca la cámara para fotografiarlos.

        "¿Sólo tus pies?¿No quieres que saque tu cara?", le pregunto.
        "Si, mis zapatos", me dice con una sonrisa triunfante.

    Está orgulloso porque por fin sé lo que quiere. Y posa como si fuera un soldado victorioso. Yo enfoco sus pies y tiro dos o tres fotos. En todas sale lo mismo. Unos pantalones vaqueros raídos, sucios y grandes para su edad. Y unas chanclas dispares, de talla diferente y rotas. No sé ni como ha podido correr tanto con ellas.

     Los amigos vienen corriendo y todos a la vez quieren comprobar el resultado. Se ríen, No entiendo qué dicen, pero señalan los zapatos y los comparan con lo que sale en la pantalla de mi cámara. La seriedad ha desaparecido. Su gesto es otro. Comentan y bromean. Se han convertido en los niños que yo imaginaba encontrar cuando llegué.

      "¿Os gustan sus zapatos?", les interrumpo.
      "Nuevos", me dicen.

    Y empiezan a cambiárselos entre ellos. Son los únicos zapatos que hay para seis pies. Pies pequeños y sucios a los que ya me he acostumbrado.

Niños africanos con su uniforme del colegio
   Al colegio, los niños africanos van con blancas camisas y faldas o pantalones más o menos estirados, forma parte del ritual escolar.  Y llevan zapatos mucho más decentes de los que hoy compruebo que a estos tres chavales les divierten tanto. Pero cuando llegan a casa guardan su tesoro para el día siguiente y se ponen camisetas, vestidos o pantalones rotos, caídos, llenos de tierra y  algo más. Y se quedan descalzos. Se sienten más cómodos así.

       Me doy cuenta que las chanclas siguen siendo las protagonistas del juego. Hasta que una chica joven, esbelta y con el cabello recogido en trenzas a la nuca viene a regañarles.

       "¿Qué pasa", les pregunto.
       "Los zapatos de Kambale", me dicen. "Son nuevos".

     Y Kambale, que parece llamarse el niño afortunado, se quita las chanclas y se las da a la que intuyo es su madre. Ella las limpia con la tela colorida y graciosa que cubre sus piernas, y se las lleva sin mirarme.

      Los niños siguen sonriendo. Trato de sacarles una foto a los tres, pero Kambale me para.

      "No", dice. "Mis zapatos", añade haciéndome reír.
       "¿Quieres ponerte los míos", le pregunto.
       "No" me responde desdeñando mis botas seminuevas de trail. "Mis zapatos", añade.

      Ellos y yo nos echamos a reír. Les llaman a lo lejos y se van corriendo. Pero sus carcajadas  se quedan conmigo. Son un buen sonido ambiente para la imagen que hoy abre este espacio. Un par de chanclas rotas que cualquiera de nosotros hubiera tirado a la basura. Allí son, al menos, unos zapatos.



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